El niño que leyó antes de entender lo que leía
El premio Nobel portugués recuerda su infancia en 'Las pequeñas memorias'
En el lado derecho del mismo rellano (todavía vivíamos en la calle Padre Sena Freitas) vivía una familia integrada por marido y mujer, más el hijo de ambos. Él era pintor en una fábrica de cerámica, la Viúva Lamego, que estaba en el barrio del Intendente. La mujer era española, no sé de qué parte de España, se llamaba Carmen, y el hijo, un muchachito rubio, tendría, a esas alturas, unos tres años (así es como lo recuerdo, como si nunca hubiera crecido en el tiempo que vivimos allí). Éramos buenos amigos, ese pintor y yo, lo que parecerá sorprendente, dado que se trataba de un adulto, con una profesión fuera de lo común en mi minúsculo mundo de relaciones, porque yo no pasaba de ser un adolescente desmadejado, lleno de dudas y certezas, pero tan poco consciente de unas como de las otras. El apellido de él era Chaves, del nombre propio no me acuerdo, o nunca llegué a saberlo, para mí fue siempre, y sólo, el señor Chaves. Para adelantar trabajo o tal vez para cobrar horas extraordinarias, él hacía cerámica en casa y era en esos momentos cuando iba a visitarlo. Llamaba a la puerta, abría la mujer, siempre ríspida y que apenas me prestaba atención, y pasaba al pequeño comedor, donde, en una esquina, iluminado por un flexo, se encontraba el torno de alfarero con el que trabajaba. El banco alto en el que yo debía sentarme ya estaba allí, esperándome. Me gustaba verlo pintar los barros, cubiertos de vidriado por fundir, con una pintura casi gris que, después de la cocedura, se transformaría en el conocido tono azul de este tipo de cerámica. Mientras las flores, las volutas, los arabescos, los entrelazados iban apareciendo bajo los pinceles, conversábamos. Aunque yo fuera joven y mi experiencia de la vida la que se puede imaginar, intuía que aquel hombre sensible y delicado se sentía solo. Hoy tengo certidumbre de eso. Seguí frecuentando la casa incluso después de que mi familia se mudara a la calle Carlos Ribeiro, y un día le llevé una cuarteta al estilo popular que él pintó en un plato pequeño, con forma de corazón, y cuya destinataria sería Ilda Reis, a quien comenzaba a pretender. Si la memoria no me falla, habrá sido ésta mi primera "composición poética", un tanto tardía, dígase en aras de la verdad, si tenemos en cuenta que iba camino de los dieciocho años, si no los había cumplido ya. Fui felicitadísimo por el amigo Chaves, que era de la opinión de que debería presentarme a unos juegos florales, esos deliciosos certámenes poéticos, entonces muy en boga, que sólo la ingenuidad salvaba del ridículo. El producto de mi inspiración rezaba así: "Cautela, que nadie oiga / el secreto que te digo: / te doy un corazón de loza / porque el mío va contigo". Reconózcase que habría merecido, por lo menos, por lo menos, la violeta de plata...
Un día escribí una cuarteta al estilo popular, mi primera 'composición poética': "Cautela, que nadie oiga / el secreto que te digo: / te doy un corazón de loza / porque el mío va contigo"
Mi padre traía todos los días a casa el periódico, y supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco
Haciendo como que no oía las bromas de los adultos de la casa, que se divertían a mi costa viéndome mirar un periódico como si fuera un muro, un día leí de un tirón unas cuantas líneas
Mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas cuando los primeros fríos comenzaban a apretar
La pareja no parecía entenderse bien, la española, antipática, consideraba detestable todo lo que le oliese a Portugal. Si él era pacientísimo, fino, de discretas y medidas frases, ella pertenecía al tipo guardia civil, áspera, grande y ancha, con una lengua de trapo que destrozaba sin piedad la lengua de Camões. Y todavía eso era lo de menos, comparado con la agresividad de su carácter. En esa casa comencé a oír Radio Sevilla cuando la guerra civil ya había empezado. Curiosamente, nunca llegué a saber con certeza de qué lado de la contienda estaban, sobre todo ella, siendo española. Sospecho, sin embargo, que doña Carmen estaba en el bando de Franco desde primera hora... Oyendo Radio Sevilla creé en mi cabeza una confusión de mil demonios, que se mantuvo durante largo tiempo. Salía entonces en la radio el general Queipo de Llano, con sus charlas políticas, de las que, excusado será decir, no recuerdo ni una palabra. Lo que sí se me quedó para siempre en la memoria fue el anuncio que venía a continuación, y era así: "¡Oh!, qué lindos colores, Tintas Revi son las mejores". El asunto no tendría nada de especial de no haberme convencido de que era el propio Queipo de Llano el que, terminada la intervención política, recitaba el festivo anuncio. Le faltaba esto a la "pequeña historia" de la guerra civil de España. Con perdón de la futilidad. Más serio fue el hecho de que tirara a la basura, pocos meses después, el mapa de España en el que iba clavando alfileres de colores para marcar los avances y retrocesos de los ejércitos de un lado y del otro. No creo necesario decir que mi única fuente informativa sólo podía ser la censurada prensa portuguesa, y ésa, tal como Radio Sevilla, jamás daría noticia de una victoria republicana. (...)
La primera lectura
Aprendí a leer con rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir en la primera escuela, la de la calle Martens Ferrão, de la que apenas soy capaz de recordar la entrada y la escalera siempre oscura, pasé, casi sin transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua portuguesa en las páginas de un periódico, el Diário de Notícias, que mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos. Para dejar una idea clara de la situación, baste decir que durante años, con absoluta regularidad estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba leyendo. Identificar en la lectura del periódico una palabra que conociera era como encontrar una señal en la carretera diciéndome que iba bien, que seguía la buena dirección. Y así, de esta manera tan poco corriente, Diário tras Diário, mes tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos de la casa, que se divertían a mi costa viéndome mirar un periódico como si fuera un muro, llegó mi media hora de dejarlos sin habla, cuando, un día, de un tirón, leí en voz alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No entendía todo lo que decía, pero eso no importaba. Además de mi padre y de mi madre, los dichos adultos antes escépticos, ahora rendidos, eran los Barata. Pues bien, sucedió que en esa casa, donde no había libros, un libro había, uno solo, grueso, encuadernado, salvo error, en azul celeste, que se llamaba A Toutinegra do Moinho, y cuyo autor, si la memoria todavía acierta, era Émile Richebourg, de cuyo nombre las historias de la literatura francesa, incluso las más minuciosas, no creo que hagan gran caso, si es que alguno le hicieron, pero habilísima persona en el arte de explorar con la palabra los corazones sensibles y los sentimentalismos más arrebatados.
Joya literaria
La dueña de esta joya literaria absoluta, por todos los indicios también resultante de previa publicación en fascículos, era Concepción Barata, que lo guardaba como un tesoro en una gaveta de la cómoda, envuelto en papel de seda, con olor a naftalina. Esta novela acabaría convirtiéndose en mi primera gran experiencia de lector. Todavía me encontraba muy lejos de la biblioteca del Palacio de las Galveias, pero el primer paso para llegar ya estaba dado. Y gracias a que nuestra familia y la de los Barata vivieron juntas durante un buen puñado de años, tuve tiempo más que de sobra para llevar la lectura hasta el final y regresar al principio. Sin embargo, contrariamente a lo que me sucedió con Maria, a fada dos bosques, no consigo, por más que lo he intentado, recordar un solo pasaje del libro. A Émile Richebourg no le gustaría esta falta de consideración, él que pensaba haber escrito su Toutinegra con tinta imborrable. Pero las cosas no se quedaron ahí. Años después llegaría a descubrir, con la mayor de las sorpresas, que también había leído a Molière en el sexto piso de la calle Fernão Lopes. Un día, mi padre apareció en casa con un libro (no soy capaz de imaginar cómo lo habría obtenido) que era nada más y nada menos que una guía de conversación de portugués-francés, con las páginas divididas en tres columnas, la primera, a la izquierda, en portugués, la segunda, central, en lengua francesa, y la tercera, al lado de ésta, reproducía la pronunciación de las palabras de la segunda columna. De entre las distintas situaciones con que podía tropezarse un portugués que tuviera que comunicarse en francés con la ayuda de la guía de conversación (en una estación de trenes, en una recepción de un hotel, en una agencia de alquiler de coches, en un puerto marítimo, en un sastre, comprando entradas para el teatro, probándose un traje en el sastre, etcétera), aparecía inopinadamente un diálogo entre dos personas, dos hombres, siendo uno de ellos algo así como el maestro y el otro una especie de alumno. Lo leí muchas veces porque me divertía la estupefacción del hombre que no podía creerse lo que el profesor le explicaba, que él hablaba en prosa desde que nació. Yo no sabía nada de Molière (¿y cómo podría saberlo?), pero tuve acceso a su mundo, entrando por la puerta grande, cuando aún no había pasado de la a-e-i-o-u. Sin duda alguna, era un niño con suerte.
El director de la escuela del Largo do Leão, adonde me llevaron después de hacer el primer grado en la calle Martens Ferrão, y cuyo nombre propio no consigo recordar, tenía el raro apellido de Vairinho (hoy no se encuentra ningún Vairinho en la guía de teléfonos de Lisboa) y era un hombre alto y delgado, de rostro severo, que disimulaba la calvicie llevándose el pelo de uno de los lados hasta el otro y manteniéndolo con fijador, tal como hacía mi padre, aunque yo deba confesar que el peinado del maestro me parecía mucho más presentable que el de mi progenitor. A mí, ya en aquella tierna edad se me antojaba un tanto caricaturesco (perdóneseme la falta de respeto) el aspecto de mi padre, sobre todo cuando lo veía al levantarse de la cama, con aquellas greñas caídas en su lado natural y la piel blanca del cráneo de una palidez blanda, puesto que, siendo él policía, tenía que andar la mayor parte del tiempo con la gorra del uniforme puesta. Cuando fui a la escuela del Largo do Leão, la profesora de segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados con las ciencias ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y equilibrada, firme, buena para la edad.
Diminutivo familiar
Pues bien, ocurrió que el Zezito (no tengo la culpa del diminutivo, así era como me llamaba la familia, mucho peor hubiera sido que mi nombre fuera Manuel y me dijeran Nelinho...) tuvo sólo una falta de ortografía en el dictado, e incluso ésa no lo era del todo, si consideramos que las letras de la palabra estaban allí todas, aunque cambiadas dos de ellas: en vez de "clase" había puesto "calse". Exceso de concentración, tal vez. Y fue aquí, ahora que lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida. (En las aulas de esta escuela, y probablemente en todas las del país, los pupitres dobles en los que entonces nos sentábamos eran exactamente iguales a los que, cincuenta años después, en 1980, encontré en la escuela de la aldea de Cidadelhe, en la comarca de Pinhel, cuando iba conociendo gentes y tierras para meterlas en Viaje a Portugal. Confieso que no pude disimular la conmoción cuando pensé que quizá me hubiera sentado en uno de ellos en los primeros tiempos. Más decrépitos, manchados y rayados por el uso y la falta de cuidados, era como si los hubieran transportado desde el Largo do Leão y de 1929 hasta allí.) Retomemos el hilo del relato. El mejor alumno de la clase ocupaba un pupitre justo al lado de la puerta de entrada y allí desempeñaba la honrosísima función de portero del aula, ya que era a él a quien le competía abrir la puerta cuando alguien llamaba desde la parte de fuera. Pues bien, la profesora, sorprendida por el talento ortográfico de un niño que acababa de llegar de otra escuela, o sea, sospechoso por definición de ser mal estudiante, me mandó sentarme en el lugar del primero de la clase, de donde, claro está, no tuvo otro remedio que levantarse el monarca destronado que ahí se encontraba. Me veo, como si ahora mismo estuviera sucediendo, recogiendo mis cosas apresuradamente, atravesando la clase en sentido longitudinal ante la mirada perpleja de los compañeros (¿admirativa?, ¿envidiosa?), y, con el corazón en desorden, sentándome en mi nuevo lugar.
José Saramago
El escritor nació en 1922 en la aldea de Azinhaga, situada a una hora de Lisboa, y que tiene un río, el Almonda, que desemboca en el Tajo a un
kilómetro de su caserío. Con este libro, Saramago se ha reconciliado con su infancia y con Portugal.
Las pequeñas memorias
Alfaguara.
El premio Nobel de Literatura recuerda las pequeñas cosas de su infancia en su pueblo natal, primero, y en Lisboa, después. Cómo eran sus abuelos, sus padres, el aprendizaje de la lectura, el primer libro... También ha escrito un comentario a sus viejas fotos.
El origen espirituoso del apellido Saramago
EN OTRO LUGAR he contado el cómo y el porqué del apellido Saramago. Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golegã el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara. Y que, de esta manera, finalmente, gracias a una intervención a todas luces divina -me refiero, claro está, a Baco, dios del vino y de todos aquellos que se exceden en beberlo-, no tuve la necesidad de inventar un pseudónimo para, habiendo futuro, firmar mis libros. Suerte, gran suerte la mía, fue que no naciera en alguna de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y durante muchos años más, tuvieron que arrostrar los obscenos alias de Pichatada, Culoroto y Caralhada. Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y sólo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho. Pero lo peor de todo vino cuando, llamándose él únicamente José de Sousa, como se podía ver en sus papeles, la Ley, severa, desconfiada, quiso saber por qué bulas tenía entonces un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así intimado, y para que todo quedara en su lugar, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo otro remedio que proceder a una nueva inscripción de su nombre, pasando a llamarse, él también, José de Sousa Saramago. Supongo que habrá sido éste el único caso, en la historia de la humanidad, en que el hijo le dio nombre al padre. No nos sirvió de mucho, ni a nosotros ni a ella, porque mi padre, firme en sus antipatías, siempre quiso y consiguió que lo trataran únicamente por Sousa.
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